«Crucigrama»

Seleccionado en la fase final del IV Concurso de relatos de Sttorybox

Dedicatoria

A Karen Hansen Clement, personaje de la novela «Exodus» de Leon Uris (1958), cuya vida ilumina las de muchos otros personajes en el relato, y la mía propia.

A todas las personas de la vida real que, como ella, hacen mejor el mundo.

 

Hanna

Buchenwald, 23 de abril de 1945

«Nunca había llorado como hoy».

En un rincón de la descarnada pared de la sala, Hanna descubrió la frase garabateada en inglés por el dolor de algún soldado aliado. Decenas de personas esperaban turno para identificar los escasos efectos personales que las tropas americanas habían encontrado peinando las ruinas del campo de concentración. Las ventanas abiertas apenas dulcificaban la atmósfera de emoción contenida mezclada con el indefinible y lejano hedor de la guerra. Hanna, de 17 años, creyó escuchar su apellido:

—¡Weiss!

Ensoñada por los recuerdos, lo escuchó de nuevo, como a dos voces de barítono. Una de ellas era delicada pero imperiosa, la otra llena de cariño:

—«Edelweiss».

Se volvió, urgida por su propio anhelo. Así la llamaba papá, jugando con su apellido, cuando practicaban en casa su pasatiempo favorito —los crucigramas— en los ratos en que el profesor Weiss no tenía clase en la Facultad. Johann había logrado contagiar a su pequeña la pasión por la literatura y los idiomas. Tras la muerte de mamá, se volcó en su hija con ternura añadida. la sillita lápices

Como el frasco de colonia

München, mayo de 1937

Un primaveral día de lluvia, el profesor había gestado la idea de su vida:

Schatz (tesoro) ¿por qué no hacemos un crucigrama juntos?

—¡Me encanta, papá! —respondió Hanna mientras buscaba con la mirada entre las revistas de la mesita.

—No, meine Tochter (hija mía) —sonrió travieso—. Me refiero a construirlo. Y además… ¡con palabras en varios idiomas!

Una de las que manejaron aquella tarde fue “kipá”.

—Papá, explícame otra vez su significado —demandó la niña.

—Piensa, Hanna, ¿qué pasa si dejamos abierto un frasco de colonia? —estimuló Johann.

—Que la colonia se evapora poco a poco. Por eso tiene que estar la tapa puesta.

—Pues así ocurre cuando no cuidamos en nuestra memoria el amor de Dios y el amor entre nosotros. Es un perfume muy valioso. La “kipá” es…

—¡Como la tapa del frasco de colonia! —interrumpió vehemente Hanna—. Pero, ¿qué pasa si la pierdes, papá?

—Entonces —sonrió con ternura, mientras se quitaba la kipá, blanca como su apellido— te pediré que pongas tus pequeñas manos sobre mi cabeza. 
la sillita lápices

Brisa de crucigramas

Buchenwald, 23 de abril de 1945

El soldado americano de voz grave la miraba con una esforzada sonrisa en los ojos, circundada por la orla grisácea del dolor.

—¿Se apellida usted Weiss, Fräulein?

—Soy Hanna —respondió sencillamente, persuadida por la súbita certidumbre inconsciente de que su padre animaba la pregunta del soldado.

—Entonces, quizá esto es suyo. Examínelo, por favor.

La portada de la libreta tenía tres nombres enlazados en un diminuto crucigrama: Karen, Hanna, Johann. La habían estrenado aquella tarde de 1937. Con feliz paciencia, padre e hija habían construido un crucigrama con definiciones en cuatro idiomas: alemán, inglés, yiddish y arameo, éstos últimos transliterados.

Hanna abrazó la libreta contra su pecho. ¡Era todo lo que tenía! ¡Era su hogar! Movida por una súbita inspiración, la abrió por la página central y la volvió a estrechar, invitando a sus brazos de papel a acoger a la niña que la estrenase con su padre hace mil años.

Sin prisa, separó dulcemente el abrazo y entró en casa. Las páginas soplaron sobre su rostro la minúscula brisa del hojeo rápido. Cada crucigrama era una obra de arte, con pulcra caligrafía en las definiciones y perfecta geometría en las cuadrículas. Casi todos estaban resueltos, con la letra cambiante de manos distintas, ora temblorosa, ora firme. Todos aparecían…

—¡Firmados! —se asombró Hanna, mientras leía la breve dedicatoria que cada uno llevaba al final, destilando afecto y gratitud.

En su mente le sonreían los recuerdos, vestidos de corcheas de voz y fotogramas de imagen. Les aplicó la lupa de su voz, concentrando los rayos de vida en un solo punto, en una sola y amada palabra. Le sorprendió su propia y vigorosa esperanza al pronunciarla con suave potencia, como el susurro de una soprano de ópera, inteligible incluso en la última fila del teatro:

—Papá. la sillita lápices

Soy Johann. ¡Soy! ¡Soy Johann!

Buchenwald, mayo de 1941

—Sé que está viva. Hanna vive, Josef.

Johann Weiss se dirigía con convicción a su compañero de celda, el rabino Kaczorowsky.

Dos años atrás no pudo confirmar que su pequeña había subido al tren con otros cientos de niños, rumbo a Dinamarca, pero su corazón y su fe en Dios le decían que Hanna estaba a salvo. El abrazo de despedida no fue en la estación.

—Te quiero, papá. Estaré bien. Yo te cuido, ven —invitó Hanna, acariciando la poblada mejilla surcada de sonrisa y dolor.

—Y yo a ti, tesoro. Y yo a ti… —tradujo él izándola con su abrazo vigoroso, incapaz de otro idioma que no fuera la ternura, mientras su cabeza encontraba reposo y fuerza en el refugio limpio del hombro de su hija, su pequeño castillo. 

Durante los primeros meses se había dejado caer en los brazos de la melancolía, pero su encuentro con un extraño médico de Viena, también judío, también preso, le había aportado una luz nueva en medio de tanta tiniebla. Se llamaba Viktor, Viktor Frankl.

Una tarde lluviosa de mayo, como la primera vez, retomó su artesana creación de crucigramas polilingües. Al principio le servía para mantener activa su robusta mente, pero en seguida se dio cuenta de que los crucigramas podían contribuir a humanizar aquel lugar.

—¿Me dejas resolver tu crucigrama… M936?

Se lo pedía un hombre enjuto, consumido por el tifus, “tuteándole” con las primeras cifras. Entonces germinó en Johann la luz que le sembrase el doctor Frankl:

—¡Claro que sí…! —respondió interrogando Weiss.

—¿No alcanzas a leer mi nombre? Soy M42629…

—No, no eres un número —le espetó con ternura—. Mi crucigrama, nuestro crucigrama, está lleno de palabras. Nosotros somos más que “palabras”. Somos quienes las pronunciamos. Ja, Ich weiss. Sí, lo sé —sonrió ante la traviesa gracia escondida en su propio apellido—. Soy Johann. ¡Soy! ¡Soy Johann!

—¡Günther! —rescató de entre los escombros de su dignidad apalizada su amigo. 

Desde ese momento Johann Weiss empezó a dar clases de literatura y de esperanza a los compañeros de cautiverio a través de los crucigramas. Los poblaba de palabras de ánimo, de arte, de fe, de cultura, de alegría. Les enseñó palabras en inglés y en otras lenguas. Aquella libreta se convirtió en una brújula contra la desesperación. Pronto tuvo coautor su nacida “enciclopedia” de la esperanza:

—Lo hacemos por todos, por cada uno, Josef —le decía con frecuencia—. Pero yo sobre todo…

—Piensas en Hanna, mi buen amigo —sonreía el rabino.

—Confío, sé, que un día los crucigramas le ayudarán a encontrarnos.la sillita lápices

Abrazo en una libreta

Buchenwald, 23 de abril de 1945

Las dedicatorias le hicieron salir de sí misma. Papá no había estado solo, la libreta era obra de muchos. En su interior supo que aquellos crucigramas habían salvado vidas.

Hanna empezó a volcarse en los que compartían con ella aquel doloroso primer día de paz. ¡Encontraría a papá en el amor que pudiera entregar a los demás buscadores de familiares desaparecidos!

Fue un niño, Otto, el que encontró el camino:

—¡Mira Hanna! ¡Las iniciales de las primeras definiciones “horizontales” son justamente las letras de tu nombre! 
la sillita lápices

Adolf

Buchenwald, septiembre de 1941

—Estoy perdiendo la memoria, amigo mío —Johann repasaba con el dedo en la sien datos nublados—. Tenemos que dejarle a Hanna un mensaje antes de que sea tarde.

Miraron a la vez la libreta, y asintieron. ¡La página 41! Había rumores sobre un posible traslado de algunos prisioneros a Theresienstadt.

—¿Y si descubren la libreta? ¿Y si no llega a las manos de Hanna? —objetó sin convicción el rabino.

—Dios nos ayudará, Josef. Dios es misericordioso.

Al tercer día de trabajosa orfebrería, se encendió la alarma.

—¿Qué es eso? Mostrádmelo —tuteó con altivez el soldado nazi.

El leve gesto del rabino escondiendo la libreta en el vacío no pasó desapercibido a la mirada de hielo. En la de Johann titilaba fe:

—Ha llegado el momento, Josef.

Desde que el soldado se llevase la libreta, la fe venció al miedo. Y sobre todo, el amor.

—Hanna es su hija, ¿verdad? —el hielo se agrietaba por el magma recién nacido en sus ojos.

—Es un mensaje para ella. Soy Johann Weiss, su padre —desnudó sus defensas—. Y él es… Tío Josef. 

—Me llamo… Adolf —balbuceó con vergüenza su nombre—. ¡No puedo más! —repetía con los ojos limpios de barro. Sus botas también lo estaban. Adolf no había llegado a salir del barracón.

—He luchado entre mi deber y la dolorosa luz de mi conciencia —musitó antes de derrumbarse sobre el hombro enjuto de Johann—. Perdón, ¡perdónenme! Se lo suplico.

La piedad ensanchó el corazón de Johann, que le mecía como a un niño, en cuyas manos se agitaba la libreta, velamen del barquichuelo recién restaurado. La dulce tormenta dejó el beso de sus olas en la página abierta. Una lágrima de Adolf trepó hacia abajo por las rayas de la casaca de Johann.

—Dios te ha perdonado. Y yo con Él. Mi perdón es sólo el recipiente, hijo. Estoy aquí. Tranquilo. Estoy contigo.

Desde aquel minuto insólito, fueron tres los escribas del crucigrama 41.

—Johann, Josef. Empeñaré mi vida para que la libreta llegue a las manos de Hanna —les dijo la víspera del traslado a Theresienstadt.

—No puedo imaginar mejor mensajero, hijo mío. la sillita lápices

Resiliencia

Buchenwald, 23 de abril de 1945

Deletreando con prisa, el corazón de Hanna se detuvo en la segunda “A” de su nombre, sin saber qué rumbo tomar. Casi sin respirar, una súbita inspiración le llevó a peregrinar hacia las “verticales”. Allí, como un breve acróstico discreto y escondido, le abrazaron en alemán las cuatro primeras iniciales: “Papi”.

—¿Papá? ¡Papá! —arrugó el papel en busca de la respuesta que ya anticipaba su amor. Siguió deletreando tras la cuarta inicial, con la voz de Otto haciendo coro: 

—Theresien…

—¡Otto! ¡Papá está en Theresienstadt, en Checoslovaquia! —tradujo exultante, mientras ambos jóvenes se abrazaban de pura alegría—. ¡Lo sabía! ¡Mi corazón sabía que papá no murió aquí! la sillita lápices

Edel… weiss

Theresienstadt, junio de 1945

Hanna se acercó con ternura a cada uno de los consumidos seres humanos que habían sobrevivido. Todos eran su familia, pero su corazón buscaba a uno en particular. Se sentó en el camastro junto a él. Le tomó la mano.

—Papá —suspiró con la madura alegría que nace del dolor.

Johann se dejó mecer, como un niño perdido que confía, aunque no sabe en quién está descansando.

Día a día, semana a semana, Hanna fue repasando en voz alta los crucigramas, embargada por una invencible esperanza. Papá había labrado con el alma aquella libreta, y de entre sus páginas germinaría de nuevo la memoria de su autor.

Llegaron al crucigrama 41.

—En español, “capacidad de la persona para sobreponerse a períodos de dolor emocional y situaciones adversas, resultando incluso fortalecida”. Dedicado a Viktor Frankl —definió Hanna.

—”Resiliencia” —se respondió, mirando con arrobo a su padre.

—Otra. En alemán, “dcera”, “hija”, “figlia”… —perseveró la joven. 

Iba a decir “Tochter” cuando notó que le tomaban las manos con suavidad. Se dejó hacer. Cerró los ojos, pequeños aljibes mellizos colmados por lluvia compartida. Las manos de Johann llevaron las de su hija hasta su propia cabeza descubierta. 

Hanna escuchó su nombre, bordado por la amada voz de barítono, embellecida por la vida reconquistada:

—Edel… weiss.

Al abrir los ojos, dos lágrimas mutuas se unieron en la libreta, abierta sobre el regazo de ella. Las recibió el pequeño cráter seco que dejara tiempo atrás otra gota de vida. Con esa tinta estrenada habían completado, los tres, juntos, el último crucigrama.

Un poco más abajo, sonreía la vigorosa caligrafía en inglés de la dedicatoria: 

«A vosotros, Hanna y Johann:
Nunca había llorado como hoy. 
Llanto de recién nacido. Renazco para dar la vida. Viviré en vuestro abrazo más allá de la vida. Siempre. Gracias. Os quiero. 

                                    Adolf».                                                                           

Categorías: Etiquetas: , , , , , , , ,

2 Comentarios

  1. Hoy es día de dolor. Líbano, París, y tantos lugares donde sangran las heridas de la sinrazón.
    Hagamos que este dolor sea «de parto».
    Viktor Frankl aprendió y enseñó a la humanidad una gran lección de vida. Este relato quiere ser una pequeña contribución a esa búsqueda de sentido en las heridas más abiertas. Una pequeña contribución a la paz.
    🙂

    Me gusta

Deja un comentario